Mónica de Jorge "Pajarito" García


Con Mónica, comenzamos la publicación de una serie de cuentos del compañero Jorge "Pajarito" García que han conquistado el corazón de quienes los han leído.

Hablamos de momentos compartidos, amores, miedos e incertidumbres que Jorge  las comparte con estas botellas al mar que significan cada cuento que escribe.



Mónica

       Pobre Mónica…

       Fue pensando en ella que pude descubrirlo. Me fue difícil en esta complicada geografía pero al fin, haciendo memoria y deteniéndome pacientemente en cada detalle pude ubicarlo…
     
       La primera vez que la vi fue en el patio del Vázquez Acevedo. Al principio, solo me llamó la atención su fragilidad. Era menuda, su rostro no era particularmente bello y su andar, que a mí se me antojaba de campesina, no tenía la gracia de las muchachas de la ciudad. En ningún momento había tenido intención de acercarme a ella, pero una tarde tropezó, se le cayeron los libros y no me quedó más remedio que recogerlos y volverlos a sus brazos.

       Y así  empezó.

       A partir de entonces, sin darnos cuenta, en una conjura íntima buscábamos pretextos para estar siempre juntos. Comenzamos a vernos para estudiar en su casa o en la mía y repentinamente, coincidimos…por ella, descubrí mi gusto por el teatro y Mónica, por mí, descubrió el suyo por la plástica. ¡Y también corrimos mucho… mucho y muy rápido! Eran años muy violentos y nuestro amor incipiente estaba atravesado por el vuelo de granadas de gas, balazos, chorros de agua, y sembrado con las piedras que nos servían de defensa. Por eso la recuerdo, en una 18 de Julio encharcada y encapotada por los gases, con una insignificante piedra en la mano, avanzando hacia la caballería como si ella sola quisiera derrotar a toda la Republicana mientras yo, me veía obligado, entre los estallidos, a desplegar convincentes y sofocados argumentos para hacerle entender que se viniera conmigo hacia la retaguardia que la revolución era un asunto de largo alcance y, si bien ella atendía mis reclamos, cada tanto, mientras huíamos, como respondiendo a una segunda naturaleza, se paraba en medio de la calle, se volvía, furiosa, y adelantando el cuerpo proyectaba el mentón hacia la caballada que avanzaba mientras yo persistía en mis argumentos.

       El día que mataron a dos compañeros, una reflexión nos llevó hasta la Rambla. Allí estuvimos un buen rato y, mientras la calma de la playa parecía querer convencernos de que nada pasaba, concluimos en que debíamos abandonar la calle.

       A partir de entonces conocimos rincones impensados que se escondían en Montevideo: sótanos, patios hundidos en el centro de la ciudad y habitaciones oscuras, precarias y peligrosas. En la búsqueda siempre de lugares más tranquilos, un día, por intermedio de un compañero llegamos a una casona en Punta Carretas, donde unas abuelas cómplices no nos miraban al subir hacia una pieza en la azotea. Y uno, que por joven se creía dueño del pensamiento, pronto se dio cuenta de que aquellas ancianas, viejas militantes republicanas, participaban por igual de nuestras ideas revolucionarias.

        Si alguna vez con Mónica tuvimos la posibilidad de sospechar lo que podía ser una vida en común, fue en aquel lugar.

       Cuando las circunstancias lo permitían, después de clase nos íbamos caminando hacia aquel caserón. Allí habíamos montado una rudimentaria imprenta donde imprimíamos volantes que exhibían con exultante soberbia nuestra posición radical.

       Esa habitación fue para nosotros un refugio, pues era común que nos quedáramos cuando, ya de noche, los otros se marchaban. Entonces salíamos a la azotea y, tratando de que nada se interpusiera en nuestra intimidad, ni siquiera la vista de las ventanas enrejadas de la cárcel cercana, nos abandonábamos a caricias que torpes al principio, pronto se transformaron en hábiles maniobras de placer.

       Así fue por un tiempo hasta que una noche se abrió la blusa y a pesar de que sus senos eran chicos con la pequeñez de un fruto, pensé que no podría dar cuenta de tanta delicia y pude comprobar que en todo actuaba con la misma determinación ya que, si mi denuedo en acariciarla y besarla fue intenso, apenas pudo compararse con el de ella.

       Sabíamos, que por aquellas horas las abuelas dormían, por tanto, no tuvimos la urgencia de vestirnos y nos quedamos disfrutando de la novedad de una nueva piel inaugurada por la brisa que venia del mar, luego, arrullados por aquel hálito salobre, nos quedamos adormilados.
 
       Pobre Mónica, no la veré más; algún día tal vez le lleve flores, pero sé que le hubiera gustado saber que desde la ventana de mi celda alcanzo a ver aquel cuartito donde imprimíamos los volantes.

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