- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Por William Marino (*)
Allá por 1950, existía una gran cantera en el pleno
Montevideo, en el Cerrito de la Victoria.
Era tan grande y tan profunda que el solo recordarla me causa miedo.
Estaba toda rodeada por un alto alambrado, pues ahí tiraban la basura que se
recogía en Montevideo. Carros, de dos o cuatro ruedas, con caja de chapa
gruesa, eran tirados por cuatro o seis mulas. Se los veía llegar en forma
constante y bajar por una senda en forma de espiral, unos cien metros.
Allí en una inmensa explanada, volcaban
los residuos que luego serían empujados a lo que podríamos decir un inmenso
lago. Era un encanto, por lo menos para nosotros los chiquilines que nunca
habíamos vistos, este tipo de trabajo.
Creo que ninguno de los que íbamos a ese “especial” paseo de
divertimento, llegábamos a tener 10 años de vida. El recuerdo me trae a la
mente, las calles que existían en aquel entonces: Bruno Méndez que la separaba
del Santuario o iglesia del Cerrito de la Victoria, al fondo estaría José
Revuelta. A los costados Norberto Ortiz y al otro costado Juan acosta. En medio
una calle terminaba allí Basilio Araujo, que aun era de tierra o balastro. Para nosotros los niños que poco o nada
conocíamos, pues recién veníamos del interior del país, era algo nuevo y lleno
de aventuras. Podemos decir que en el entorno de esa cantera tres cosas nos
llamaban la atención. La casa de Dios, a la que el padre Juan nos quería llevar
como Monaguillos. Enfrente a la iglesia, el lugar de encuentro de los Boy
Scout. Y por el lado de Juan Acosta unos “túneles”, donde existían rieles y
vagonetas abandonadas. Algo que en nuestras pequeñas mentes, era el lugar de
tesoros escondidos.
Todo eso nos
fascinaba, a pesar de nuestra edad. En los días lindos en los costados de la
cantera juntábamos, vidrio, hueso y metal. Al venderlo nos podíamos comprar
biscochos, en especial las mantequillas rellenas de dulce de leche y guardar
algún sobrante para ir al cine Plus Ultra, los fines de semana. Los matiné de
los sábado y domingo eran sensacionales. Cinco o seis películas a la tarde.
¡Qué tardes aquellas! Viendo películas de vaqueros e indios, a los Tres
Chiflados, las de Errol Flin, las de Tarzán o las de Jim de la selva. Tampoco
faltaban las de Cantinflas o Luis Sandrini.
Las idas a la
cantera si se quiere termino muy de golpe. Un día recuerdo que al llegar, vimos
al fondo de la cantera varias mulas que se estaban hundiendo junto con su
carro, en eso que no sabíamos si era agua o lodo, pero sí de hundían muy
lentamente arrastradas por el peso del carro lleno de basura. La tristeza que
me provoco fue algo impresionante, pues los animales no se movían se los veía
quietos, como resignados esperando la muerte. Después de una tensa agonía,
desaparecieron de nuestras vistas tragados por ese “pantano”, en plena ciudad.
No me acerque nunca más a la cantera.
Pero el dejar
ir a la cantera no significo, dejar de ir a jugar en esos lugares. Creo que
nuestro mayor deseo era el poder jugar a la pelota con los “Boy Scout”. Allí se
jugaba al básquetbol, al volebol, al pin pon y otros juegos de mesas. Para
nuestro pesar jamás nos dejaron entrar en ese círculo de “niños bien”. En
ocasiones, se los veía armar algo muy similar a un campamento, donde se podía
observar varias carpas entorno a un fuego y alguien hablando o contado algo, los
jóvenes no eran muchos, unos 15 o 20, pero mi imaginación volaba a lo que sería
un campamento en el medio de la selva o un simple monte. Eso sí, siempre me quedo la ilusión de poder ir con
ellos a sus campamentos. Puedo decir que
los envidiaba.
Un “viejo”
bastante mal entrazado nos contaba, siempre nos contaba algo del encanto maravilloso de ese lugar,
pues de ahí se podía observar toda la ciudad. Nos contaba que ahí nuestro
Artigas, alguien a quien yo no conocía, había instalado, cañones para bombardear
a Montevideo que se encontraba, como un castillo, rodeada de una gran muralla.
Nos decía que en su casa tenia balas de cañón, como las que se utilizaban por
aquel entonces. Ese era el encanto que tenía el Cerrito de la Victoria, pues
con el tiempo mi imaginación corría como el viento.
Cierto, día
el padre Juan, un cura gordo muy rezongón, que siempre nos “echaba” de la
iglesia, pues nos decía que deberíamos ir a misa los domingos, nos dijo que si
íbamos a misa seriamos monaguillos y también le pediría al Líder de los Boy
Scout que nos dejara integrar su grupo. Allí estuvimos algo más de un mes. Días
de semana y alguno que otro domingo. Pero duramos lo que dura un lirio, pues
pronto el padre Juan no dio salida de ese hermoso templo de Dios, pues nosotros
íbamos a jugar como todo chiquilín con la idea de que nos hicieran entrar en
ese grupo de niños bien, que se reunían frente a la iglesia.
Aun así
seguimos yendo a una nueva aventura. A jugar en esos túneles, que aún
conservaban los rieles y las vagonetas. Nos creíamos que éramos los mineros en
busca de oro, esos que aparecían en las películas del lejano oeste Americano.
Los túneles no eran muy largos, pero si muy oscuros. Allí comenzamos a realizar
nuestro campamento, donde reuníamos, sin carpas, pero con un fueguito en el
medio, a tomar de una botella de leche y comer biscochos, que comprábamos en
una panadería muy cerca de allí. Nuestros cuentos siempre, eran en el entorno
de las películas que habíamos visto o las que daban en la matiné siguiente. No
recuerdo ninguna pelea, en esta “banda”. Pero si recuerdo cuando nos decíamos
que teníamos que tener cuidado en no juntarnos con determinado sujetos, porque
eran “malos” o muy “perversos” con los más chicos. En estos oscuros túneles, de
los que más miedos teníamos, eran de los cuidadores de una aceitera que existía
frente a estos campos, más que nada cuando se habría los portones, por donde
entraban grandes camiones. Un día vinieron dos de esos hombres, muy grandes,
creo que les hicimos frente, pero de la boca para fuera. Nos dijeron que ahí no
se podía estar y menos prender fuego. Después de eso fuimos una o dos veces
más, creo que a modo de despedida, pues fue el fin de banda de niños traviesos,
que fuimos creciendo de diferentes maneras.
Del que mejor
recuerdo tengo es del gordo Gonzales, estábamos en la misma clase en la escuela
y vivía allá por la calle Hum. De Ribeiro y el flaco Carlitos Gomes solo tengo
un vago recuerdo. Pero a pesar de haber pasado más de 65 años, que lindos días,
pasamos en nuestra niñez.
(*) El autor,
76, reside en Montevideo y ha obtenido el Premio Publicación en los
concursos literarios organizados por el Departamento de Cultura del
PIT-CNT(2014) y por la Secretaría de las
Personas Mayores de la Intendencia Departamental de Montevideo (2016).
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Comentarios
Lindos recuerdos,mis tíos me contaban que eran muy peligrosas las canteras e incluso hubo algún que otro ahogado, me hubiese gustado saber a que escuela iba.Gracias por el recuerdo,
ResponderEliminarSegun pudimos saber William Marino concurríó la Escuela N° 37 (Turno Tarde) que entonces quedaba en la calle Francisco Romero, casi Santa Ana. De aquellos dias, el autor nos ha remitido otro de sus cuentos que publicaremos la semana que viene.(El Editor).
Eliminar